Muy revoltosa nos ha salido la zagala.

Estábamos avisados. Sabíamos que, cuando entran en cierta edad, se vuelven rebeldes por más que se les haya educado, cuidado y primado. Nuestra criatura, cuarenta y pico años después, se nos ha descarriado.

Cada una de sus hermanas, en esta familia numerosa que posiblemente debíamos haber planificado mejor, tiene su propio carácter y, a pesar de ciertas conductas y actitudes, aparentan más madurez.

Hoy, el comportamiento general dista mucho de la reacción violenta de nuestra asilvestrada, con sus pataletas y reacciones no cabales. No han servido de nada tantas mejoras y privilegios cada cuatro años, cuando negociábamos la matrícula en el nuevo colegio y el color del nuevo uniforme.

Tantas libertades, tanto respaldo, tanto fomento de su desarrollo y progreso, como punta de lanza de nuestra gran familia, para que ahora tire piedras en el tejado de todos y nos insulte por requerirle cordura.

No sé si se le ha educado mal o, sencillamente, nos han engañado. Yo apostaría por ambas, al haber sido muy permisivos y, por otro lado, al saber que los directores de los colegios por los que ha pasado se han ido aprovechando de los cambios en el equipamiento escolar.

Nosotros, ingenuos, como familia unida hemos cedido siempre todo lo posible. A veces con notorio y evidente abuso, siendo claras esas preferencias que sus hermanas acallaban pensando en el bien común, llegando a acostumbrarse ante tantos parabienes para tener contenta a la fierecilla.

Es cierto que, estando cuerda, ha sido un ejemplo de sacrificio y compromiso a la hora de hacer que nuestro apellido fuese relevante en el mundo, pero desde hace unos años la cosa ha cambiado totalmente. Y encima ahora, renegando de lo que es suyo de forma violenta e irracional.

Tras todo lo que se ha soportado parece que el esfuerzo familiar queda en saco roto. Su mala educación es lo que le llega al resto de familias que conviven en nuestro mismo ecosistema, poniendo nuestra reputación familiar por los suelos por no haber sabido educar y contener a tiempo su comportamiento sinvergüenza.

Se nos ha ido de las manos. Le hemos brindado siempre los mejores juguetes, ha tenido en su mano las mayores oportunidades, hemos aceptado sus hechos diferenciales y supeditado el todo a la parte para que no hubiese rencor ni envidias. Pero, visto lo visto, debemos preguntarnos para que ha servido ser tan permisivos y poco severos.

Ya no va de estar castigada contra la pared o de quedarse sin semanada durante un par de meses. Ahora el castigo debe ser ejemplar, asumiendo los costes por juntarse con malas y perjudiciales compañías que han oscurecido su comportamiento. Algo que ha afectado al clima familiar y, lo peor, nuestra imagen fuera de casa.

Los abuelos, allá por el norte, tampoco entienden nada y lo tienen muy claro. Saben lo que acarrea la creencia de muchos desquiciados que se han considerado dioses y el dolor que ha supuesto dicha prepotencia. Gracias a su experiencia sabemos que no dejarán que se les suba a las barbas, exigiéndole el cumplimiento de las normas familiares.

El esfuerzo debemos hacerlo en casa, como padres, poniendo orden y dejándonos de tantas cesiones y concesiones. Se ha agotado la paciencia y, si hay que internarla en una residencia para que recobre el juicio, aunque sea durante 155 años, cuanto antes tomemos la iniciativa mejor. Hay que pasar página a este calvario y reeducarla, con sus costes y aprendizaje. Creerse el centro del universo y perder la razón requiere de muchos cuidados y la medicación oportuna.

Además, no hay mejor ni más didáctico ejemplo, en el seno de una familia como la nuestra, que ver las barbas cortar para poner las propias a remojar.