Si atendemos a estereotipos podemos caer en la tentación de catalogar a los vascos como fornidos, comilones y un poco brutos. Mientras que, a los catalanes, se nos ha relacionado tradicionalmente con la cautela, el sentido común y, por decirlo de un modo prudente, la contención en el gasto. Pero, a tenor de las vivencias de estos últimos años, parece que dichas teorías no tienen que ser de recorrido infinito, siendo susceptibles de reajustes y alteraciones que modifiquen lo que ha sido una catalogación venida de antaño.

Tanto es así que, en lo que obedece al comportamiento, nuestros compatriotas vascos parece que han ido aminorando sus acciones violentas, dejando definitivamente atrás aquella etapa sanguinaria que tanto nos marcó a todos los españoles. Su aparente apaciguamiento, aunque perduran reminiscencias, cede la actitud bronca, brusca y violenta e incendiaria a los fanáticos separatistas que, ya sean nacidos en mí misma comunidad o avergonzados de sus orígenes y alineados con el “lacismo”, se dedican a extender el caos y la violencia en sus reivindicaciones imaginarias.

El mencionado cambio de proceder ha supuesto el fin de la táctica usual del politiqueo catalán, que no era otra que ir jugando sus bazas y logrando sus pretensiones poquito a poco, envueltos en la que ha demostrado ser una fraudulenta piel de cordero. Nadie duda de que el objetivo es coincidente en ambos territorios, la misma meta desnortada, con asalto al poder de representantes de los fanáticos ruidosos que parece que han intercambiado las dinámicas y la estrategia.

El servilismo catalán, con la gobernabilidad nacional como argumento, fue la táctica para acceder a todo tipo de cesiones y concesiones abusivas y perniciosas, pensando en la Carrera de San Jerónimo que las hienas escondidas tras el blanco pelaje eran fiables en su fidelidad. Un error mayúsculo del que debemos responsabilizar a los alternantes partidos de Gobierno, tras permitir que los tentáculos del separatismo inunden y campen a sus anchas, lo que ha ocasionado la intoxicación de muchas mentes y la consumación del “Plan 2000” de Pujol hasta sus últimas consecuencias.

Hoy, en ese peculiar cambio de papeles, los teóricamente calmados se han echado al monte con el lacito amarillo por estandarte y la paranoia como diagnóstico, mientras los que pensábamos eran asilvestrados no dejan de sorprendernos. Escuchar al peneuvista Urkullu, presidente de la comunidad autónoma vasca, asumir su cargo tras la reciente convocatoria de elecciones con lealtad a la Corona y a las normas constitucionales sería digno de una fiesta, de ser una postura sincera. Un teatrillo que deja por los suelos a sus compadres catalanes, que tanto nos avergüenzan con sus insultantes juramentos y lesivos comentarios a la hora de asumir sus cargos constitucionalmente reconocidos.

Pero, pese a las apariencias, mucho me temo que en esta pantomima hay gato encerrado. A la chita callando los vascos están logrando unos réditos mayúsculos de la mano del singular dueto que nos gobierna, a la vez que humilla y vende como país. El apoyo vasco a este Gobierno frágil, apuntalado en comunistas y separatistas, saca jugo de la necesidad. Están en su momento de esplendor, sosteniendo al mejor Gobierno posible para el escarnio nacional y al peor en un momento de crisis global como el que vivimos. La tormenta perfecta que los chupasangres no pueden desperdiciar.

La rebaja moral que supone ver a todo un presidente del Gobierno de España en actitud lastimera por el fallecimiento de un etarra mientras cumplía pena carcelaria, así como el compromiso firmado de un folio de concesiones en favor de los amigotes vascos, entre los que figura la rotura de la imagen deportiva de España en competiciones internacionales, no puede desmarcarse de este contexto en el que, sin pudor y por mantenerse en el poder, la alianza gobernante apuntala su plan de desmorone y fin de una nación que nunca debería olvidar las intenciones de los que, en la actualidad, tenemos en la cima.

Gracias a Dios, ni todos los vascos eran violentos, ni lo son ahora todos los catalanes. Solo las minorías envenenadas de odio hacia lo español se pasan el testigo de ese comportamiento, algo que a la mayoría nos avergüenza. Y, en este sentido, quiero aprovechar este escrito para acabar con una mención que sirva de recordatorio para una persona que nos ha dejado y ha sido un verdadero puntal y símbolo de la defensa en Cataluña de los valores constitucionales. Mi sentido pésame por el fallecimiento de Severo Bueno, abogado del Estado en Cataluña. Una persona que no conocí, con la que no tuve el placer de compartir momentos pero que, a tenor de los comentarios que he leído y mis conversaciones con los que sí pudieron disfrutar de su amistad, fue un grande entre los grandes. Sirva su ejemplo y tenacidad para dar impulso a los catalanes que resistimos frente al vergonzante separatismo supremacista.

En nuestro caso, a diferencia de la apenada conducta del presidente hacia su amigo Igor, nos acordamos y sentimos la pérdida de un entusiasta batallador por la libertad y los derechos constitucionales, como fue Severo. Tenemos la certidumbre de que, desde donde esté, seguirá facilitando el camino a los que no vamos a cesar por llevar su ejemplo adelante. Descanse en paz.

Javier Megino – Presidente de Catalunya Suma