Un puñado de hombres con tres carabelas surcaron el Océano Atlántico para alcanzar la otra orilla de la ruta de las Especias sin saber que iban a descubrir un nuevo continente, América. Hito que marcaría los horizontes del mundo, desconocidos hasta ese momento. La cultura, el hacer, el pensar y los valores que regían en la vieja Europa se extendieron saltando selvas, ríos, cordilleras, profundos valles, brazos de mar, todos los escollos que la propia naturaleza suele desparramar con generosidad. Campanarios de catedrales, aulas magnas de universidades, foros de ayuntamientos, que tanto costaron crearlos, allí se alzaron con pronta rapidez y colocaron la vida social de aquellas comunidades en primera línea del desarrollo gestado en Occidente.

Una sencilla y breve narración pero suficiente para enorgullecer a cualquiera de los descendientes de aquellos navegantes, aventureros y pioneros culturales. Por el contrario nosotros en algunas comunidades autónomas hemos consentido descartar de los programas educativos los relatos mencionados mientras en otras son vituperados por falsos docentes cuyos ecos, ampliados por ciertos medios audiovisuales, rebotan en la calle donde campean los violentos camuflados con mascarillas, antes con pasamontañas, para dar la última estocada a la Historia.

Un escenario no casual es el resultado del desplome de la calidad en las aulas, del bajo nivel de exigencia en la difusión de la verdad desde las atalayas informativas y de la caída en picado del cometido que ejercía el entorno familiar.

Si a todo ello sumamos la delicada situación sanitaria sobrevenida desde hace meses y el inminente derrumbe de la economía, el panorama es muy desolador. En momentos de crisis tan profunda lo único que puede hacernos reaccionar es saber quiénes somos y dónde estamos, dos pilares que permiten forjar el presente y el futuro. En esta realidad nos encontramos muy mal posicionados por las carencias que padecemos, causadas – por el desconocimiento real de nuestro pasado histórico, por la confusión de los valores del concepto de democracia, por la ficticia creencia de ser una sociedad machista, por el sofocante ambiente feminista que todo lo inunda desde el lenguaje hasta los semáforos sin olvidar el mundo laboral, por el complejo ante el falso buenísmo que nos impide decir No, por el ataque descontrolado a nuestros sentimientos religiosos y como colofón a todo lo que representa España-.

Con estas alforjas difícil impedir la destrucción de nuestro modelo de vida y la explosión de las instituciones, a no ser que reaccionemos y empecemos a quitar la flacidez que nos ha mantenido quietos ante tanto radical, arribista y delincuente.

El 14 de febrero en Cataluña tendremos la oportunidad de volver a las urnas y poner fin al engaño que han estado sembrando los nacionalistas identitarios, los promotores de un régimen socialista-comunista y los que disculpan la barbarie etarra. Esa fecha puede ser el principio de la recuperación de lo que fuimos de verdad, de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. El salto al sistema parlamentario liberal fue toda una buenísima apuesta de saber vivir y hoy de aquello aún nos queda algo de libertad en el poder judicial y sobre todo en la figura del Jefe del Estado, dos referencias que afianzan la Constitución y que ahora es el centro del pillaje de los que litigan por derrocar lo que resta del modelo democrático.

Si no son capaces los órganos competentes de salvar este país, tendremos los ciudadanos que decir TIERRA como lo hicieron aquellos héroes lejanos y revindicar con mucha firmeza nuestra existencia como Nación. Una nación que desde sus raíces grecorromanas y cristianas proyectó al mundo su grandeza, su generosidad. Una nación que desea diseñar su presente y augurar su futuro sin la presencia de embaucadores. Una nación en paz y libertad.

Ana María Torrijos