El columnista vasco aboga por que España se convierta en una «democracia militante» para protegerse del separatismo
Impulsor del Foro Ermua y voz ineludible del constitucionalismo vasco, Iñaki Ezkerra (Bilbao, 1957) combina su labor como articulista en ABC y El Correo con la publicación de ensayos políticos como Los totalitarismos blandos (La Esfera de los Libros) o literarios como La voz de la intemperie (Ipso Ediciones). A petición de Elliberal.cat, el pensador bilbaíno ofrece aquí su visión sobre asuntos candentes como la irrupción de Vox en el Parlament, el identitarismo de la nueva izquierda o la disyuntiva planteada por Ayuso en Madrid: «Socialismo o libertad».
En un artículo reciente, La lógica de Garzón, afirma que en España la sacralización de la izquierda se ha vuelto incuestionable. ¿Empeora ésta nuestra democracia?
Sin duda. Si la izquierda es sagrada, todos los que no se identifican con ella son en el mejor de los casos una especie de parias políticos, de indigentes ideológicos que no han recibido el don de la fe y la luz de la verdad. Esto, además, crea iglesia en un territorio de lo público que en teoría es ajeno a la religión, o sea que esa confesión ideológica se apropia de unos espacios destinados a la pluralidad democrática que no le pertenecen, los monopoliza. Si los fariseos y santurrones clásicos son gente poco recomendable, un fariseo de izquierdas, un santurrón del leninismo o del chavismo es algo insufrible y, por definición, peligroso, porque su negociado no se queda en el terreno de la espiritualidad y entre los muros de la capilla, como la religión, sino que invade el ágora, la cosa pública. El meapilas de la izquierda te mira, si te opones a sus ideas y postulados, como si estuvieras en pecado mortal. Es invasivo por naturaleza.
En otra columna, El sorpassito, se preguntaba quién estaba interesado en magnificar los resultados de Vox en Cataluña. ¿Cuál es la respuesta?
Es obvio que ya el mero aterrizaje de Vox en Cataluña supone para ese partido un éxito. Pero no tan apoteósico como se ha pretendido, si tenemos en cuenta que sólo han pillado 11 escaños de los 31 que han perdido entre PP y Ciudadanos. Con mejores resultados que esos, en las autonómicas de 2015 se le consideró un derrotado a García Albiol. ¿Quién está interesado en esa magnificación de los resultados de Vox? En primer lugar Abascal, lógicamente. Y después Sánchez, que tiene como estrategia de poder agitar el fantasma de la creciente amenaza ultraderechista, tanto desde La Moncloa como en Cataluña. Vox va a ser la gran excusa y el cemento que una al PSC con una ERC atemperada por las expectativas del indulto a los protagonistas del procés y de llevarse un buen pellizco de las ayudas europeas. El entendimiento pragmático de Illa con Esquerra, aunque no lleguen a formar gobierno, es algo cantado y se disfrazará frente al independentismo más radical como una alianza necesaria contra el peligro fascista.
«Vox va a ser la gran excusa y el cemento que una al PSC con una ERC atemperada por las expectativas del indulto a los protagonistas del procés y de llevarse un buen pellizco de las ayudas europeas»
Se han cumplido 40 años del Manifiesto de los 2.300, que denunciaba el intento del nacionalismo por excluir el castellano de la vida pública. ¿Sigue vigente su mensaje?
Pues sí, por desgracia, y además con el aval de la Ley Celáa. La reivindicación dramatizada y la imposición excluyente del euskera y del catalán es de las pocas banderas a las que los nacionalismos pueden agarrarse para justificarse a sí mismos una vez que se les ha caído la de la pureza de sangre, cosa invendible en una realidad mestiza, y una vez que la independencia es inviable. ¿A qué se pueden agarrar? La bandera de la lengua les ha permitido asimismo crear, mantener y hacer crecer una estructura clientelar, funcionarial y pseudofuncionarial de paniaguados del régimen. Son como los de la Obra Sindical y el Movimiento Nacional durante el franquismo.
En su ensayo 2017, David Jiménez Torres cuestiona que la estrategia de la distensión con el nacionalismo catalán siga siendo válida después del procés. ¿Lo suscribe?
Totalmente. La estrategia de la distensión con el nacionalismo catalán y también con el vasco no era válida desde mucho antes del procés, pero el procés ha demostrado esa invalidez clamorosamente. Esa estrategia se basaba en una contradicción insalvable: neutralizar la hostilidad de los nacionalistas al régimen constitucional a base de subvencionar su proyecto secesionista, y de halagar éste reconociéndolo como democrático y como legítimo.
En realidad, la reacción nacionalista era tan inevitable como hasta cierto punto comprensible. Tú no puedes estar halagando durante años los deseos insensatos de alguien, diciéndole que son estupendos, dándole dinero para que los represente, y luego asombrarte de que los quiera llevar a cabo. La perplejidad de los secesionistas catalanes cuando han sido represaliados, juzgados y encarcelados tiene una parte de veraz. No son sólo cínicos. Son también ingenuos. No pueden entender cómo se enfada con ellos quien ha estado halagándolos por lo mismo que ahora le parece inaceptable.
«La reivindicación dramatizada y la imposición excluyente del euskera y del catalán es de las pocas banderas a las que los nacionalismos pueden agarrarse para justificarse a sí mismos una vez que que la independencia es inviable»
En fin, yo creo que España debería dar pasos hacia eso que se llama una «democracia militante» y cerrar las puertas legales a cualquier programa secesionista. No hablo de ilegalizar partidos independentistas, porque eso tiene su dificultad a estas alturas y después de 44 años de permisividad, sino simplemente programas electorales. Sería un paso, y una de las reformas que yo haría en la Constitución.
La nueva presidenta del Parlamento catalán, Laura Borràs, apoyó un manifiesto en el que se tachaba a los catalanes que procedían de otras regiones de España de «instrumentos involuntarios de colonización lingüística». ¿Cómo se explica que alguien abiertamente xenófobo haya sido designado para presidir un parlamento?
Se explica porque se le ha designado precisamente por eso, por su xenofobia indisimulada y manifiesta. En el nacionalismo catalán, la frustración del procés está derivando en una cultura o subcultura de la provocación. Ya es posible cualquier cosa. Y es posible la contradicción permanente del populismo que hay en ese mismo discurso independentista que, por un lado, desprecia al inmigrante, pero absorbe a la inmigración que puede para su causa.
Hablando de contradicciones, André Glucksmann sostenía que en el integrismo islámico hay un importante componente de nihilismo y que ambos son compatibles en una misma cabeza aunque parezcan antagónicos: nihilismo laicista y fanatismo religioso. Creo que algo parecido está sucediendo con el nacionalismo catalán. Se ha instalado en esa masa sociológica nacionalista —y también incluyo en ésta a buena parte del PSC— un nihilismo destructivo que ve un aliciente en el desmantelamiento económico, en votar a un candidato tan catastrófico como Illa y hasta en contrariar las medidas básicas para evitar los contagios del coronavirus, como se ha visto en las manifestaciones y los destrozos urbanos del Día de la Mujer.
Dicho de otro modo, de lo que se trata es de dar por saco con lo que sea: con el procés, con el 8‑M, con Hasél, con Illa… Se trata de desafiar, de vengarse del sentido común. Están en un fase avanzada, desatada, contrariada y rabiosa en la que el nacionalismo es ya populismo, como el populismo es ya nacionalismo.
Recientemente, el catalán Víctor Obiols ha sido vetado como traductor de un poema de Amanda Gorman por no ser mujer ni de raza negra como la autora. ¿Deben los traductores tener unas características biológicas o raciales concretas para traducir determinadas obras, tal y como defiende la izquierda identitaria?
La clave de ese tipo de disparates está en la propia expresión «izquierda identitaria», que es un oxímoron, una contradicción in terminis. El identitarismo es la antítesis del igualitarismo. El populismo de izquierdas no busca la igualdad ni de las mujeres ni de los seres humanos de diferentes etnias sino el enfrentamiento, el conflicto sobre el que teorizó Laclau. Se trata de trasladar el esquema de la dialéctica de la lucha de clases a todas las áreas de la sociedad y a todas las causas ideológicas: a una lucha de sexos, de etnias, del ser humano contra la Naturaleza, del ser humano contra los animales… La cuestión es lograr que el inmigrante tenga conciencia identitaria de tal y no se integre nunca en la sociedad; que se sienta eternamente víctima de eso que llaman “racismo institucional”, aunque Europa sea el lugar del mundo donde menos racismo existe. Por ese motivo, ese populismo ha acuñado el término de «racialización» y habla de sectores, de mujeres, de jóvenes «racializados».
«La expresión “izquierda identitaria” es un oxímoron, una contradicción in terminis. El identitarismo es la antítesis del igualitarismo»
O sea que el concepto de raza que expulsamos por la puerta grande de la Carta Universal regresa por la ventana de esa izquierda identitaria y populista como si fuera algo positivo. Lo que quieren es que las personas de color no se integren jamás con las blancas; que las mujer no se integre en los beneficios de la sociedad capitalista; que las clases desfavorecidas lo sigan siendo siempre y no disfruten de la actual permeabilidad social que permite al hijo de un obrero acabar dirigiendo una empresa y viceversa: al hijo de un empresario acabar de obrero si es un gandul y no aprovecha sus oportunidades. La gran paradoja es que la izquierda más cabal, la socialdemócrata y realmente progresista, ha abandonado conceptos como «conciencia de clase» precisamente porque condenaban al proletario a seguir siéndolo siempre.
La proclama lanzada por la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, tras convocar elecciones anticipadas, «Socialismo o libertad», alcanzó una gran resonancia. Pero, ¿tenía sentido plantear dicha disyuntiva en la España de 2021?
Creo que el PSOE se ha ganado a pulso ese lema y que Isabel Díaz Ayuso dio en la diana. Lástima que después haya rectificado. Y es que la palabra socialismo es el amuleto, el talismán sagrado que hoy maneja el sanchismo para actuar con toda impunidad. Como todos los talismanes, su significado es misterioso y confuso. De ahí su utilidad supersticiosa. ¿Qué queremos decir con socialismo? ¿La doctrina ideológica que modeló la maquinaria totalitaria de la Unión Soviética o la China de Mao? ¿La que produjo el genocidio que llevaron a cabo los Jemeres Rojos en Camboya o el régimen de Corea del Norte? ¿Nos referimos al castrismo o al populismo chavista y a ese bodrio ideológico que se ha dado en llamar bolivarismo?
Como se ve, el campo semántico de ese término hoy remite en un 80% a referencias socialmente negativas y catastróficas. Siendo muy generosos, admitiríamos que el 20% de su campo de significación se refiere a la socialdemocracia. Pero ésta es la paradoja: ni al sanchismo ni al podemismo les gusta ese término, porque les parece moderado. Prefieren apelar al socialismo porque perciben que en su carga radical y totalitaria reside su legitimidad y su gancho publicitario.
«El modo en el que Ayuso ha levantado la moral del electorado liberal de este país plantando cara al sanchismo y sus cómplices demuestra que no era tan difícil para el PP frenar la sangría de votos hacia Vox. Demuestra que esa derecha sociológica no pedía tanto y que se conforma con dos de pipas»
En resumen, las connotaciones totalitarias del término les chiflan, aunque hagan como que se ofenden cuando se opone socialismo a libertad. La verdad es que si esa etiqueta no tuviera utilidad publicitaria, el PSOE habría llamado hace años a su ideología eurosocialismo como hizo Berlinguer al hablar de «eurocomunismo» en los años setenta.
Otra paradoja es que, frente al eslogan de Ayuso, los sanchistas se defienden con una pregunta: «¿Se atreve a usted a contraponer a la libertad la ideología de Felipe González y de Alfonso Guerra?». Ese argumento defensivo no sirve, porque precisamente ha sido el sanchismo el primero en desmarcarse de Guerra y de González. ¿En qué quedamos? ¿Los invocan como escudo después de jubilarlos y denostarlos?
¿Y qué le parece el lema mutase en «Comunismo o libertad» después de que Iglesias anunciase su candidatura?
Paradójicamente, me parece un error, porque no es el comunismo la amenaza que se cerniría sobre Madrid si Pablo Iglesias tuviera alguna posibilidad de disputarle al PP la presidencia de la comunidad. Pablo Iglesias no representa el comunismo sino, en todo caso, una modalidad de chavismo experimental, de socialpopulismo en un país de la Unión Europea. A Pablo Iglesias, como a Maduro o a Hugo Chávez, Lenin los habría mandado fusilar el primer día, y Stalin los habría enviado al Gulag. Llamar comunista a Pablo Iglesias es incurrir en un error de diagnóstico. Él quiere parecer comunista a ratos, y hay quien le toma en serio. Es como el loco que se cree Napoleón y le tratan como a Napoleón, no ya los celadores y compañeros del manicomio, sino la gente que está fuera de los muros de éste. No se puede tratar como a Napoleón a un loco que se cree Napoleón. Ese modo de sucumbir a su farsa es una contraproducente forma de reconocimiento.
Según una encuesta, los españoles son los europeos más descontentos con la gestión de la pandemia llevada a cabo por su gobierno. ¿Cómo explicar, entonces, que las expectativas electorales del PSOE no se estén viendo perjudicadas?
Para empezar, no sabemos realmente cuáles son las expectativas electorales del PSOE. Los ejemplos de Cataluña y el País Vasco no son referencias aplicables a escala nacional. Y tomar en serio el CIS de Tezanos es un acto de fe. Lo que sí ha sucedido es que la clase política en general ha deformado y borrado el mapa de la indignación. Lo grave de las maniobras de Arrimadas no es sólo de ahora sino de antes. Su acercamiento al Gobierno de Sánchez desarticuló fácticamente y desarmó moralmente la denuncia de la oposición contra la mala gestión sanitaria del Gobierno. Y contagió en esa desarticulación y ese desarme al propio PP de Casado, que renunció a secundar aquella moción de censura que debía haber protagonizado. A Casado, el árbol de Abascal le impidió ver el bosque del sanchismo.
De este modo, la oposición ha reblandecido y desmontado su discurso frente al desastre socialista. La única que esta recomponiendo ese discurso contra la gestión sanchista de la pandemia es Isabel Díaz Ayuso. Es la única que agita la pancarta ética y la bandera pragmática. El modo en el que ha levantado la moral del electorado liberal de este país plantando cara al sanchismo y sus cómplices demuestra que no era tan difícil para el PP frenar la sangría de votos hacia Vox. Demuestra que esa derecha sociológica no pedía tanto y que se conforma con dos de pipas.