La retórica falaz del pueblo oprimido sirve para ocultar que el proyecto nacionalista tiene un componente clasista y etnolingüístico.
En el principio fue el Facebook.
Hace unos años, ante la insistencia de una amiga, me abrí una cuenta de Facebook. No acababa de entender su gracia ni su utilidad, pero ella era muy insistente y yo de naturaleza sumisa. Cumplido el trámite, me olvidé de la cuenta, hasta que cierto día descubrí que en las páginas web que visitaba, tanto de noticias como de artículos académicos, aparecía en azul una “F” que, si la pisabas con el ratón, te colgaba aquellas informaciones en tu página de Facebook. Maravilloso. Siempre he gestionado mal el archivo de mis cosas –ni siquiera tengo una carpeta con los artículos de prensa y los rescato, como puedo, buscando en la red alguna palabra cuya presencia recuerdo– y aquello me ofrecía una magnífica oportunidad para conservar los materiales que me interesaban.
Como una parte de mis publicaciones se refería a la política española, y mi perfil era público, poco a poco mi muro comenzó a llenarse de comentaristas, desconocidos para mí y que, sin tener presencia pública en su mayoría, mostraban extraordinaria lucidez analítica. Y mucha gracia, a qué negarlo. También empecé a recibir solicitudes de amistad. Algunos, además, me escribían en privado para que diera publicidad a sus cosas. Sus cosas eran sus quehaceres y, sobre todo, sus preocupaciones, sus malas experiencias en Cataluña. Conocían o padecían una situación injusta y tenían razones para pensar que si lo contaban en sus muros peligrarían sus empleos o sus relaciones personales. Muchos de ellos acudían al Face como quien asiste a una reunión clandestina o a uno de esos grupos de apoyo tan populares en Estados Unidos. No podían compartir tribulaciones con sus vecinos, habían roto con su familia y no se atrevían a levantar la voz en sus pueblos ante el temor a ser señalados; pero, al final del día, ante la pantalla de ordenador se reconocían en las palabras de otros como ellos, también condenados a ocultar sus convicciones. Los unos con los otros se contaban sus malos ratos, compartían informaciones y argumentos más o menos ordenados. Los más decididos acabaron por convenir un encuentro –fuera del pueblo, eso sí– y pudieron comprobar que sus interlocutores, algunos con rebuscados apodos, tenían densidad humana. No estaban solos, ni tampoco locos. Sucedió memorablemente con el procés. No pocos amigos virtuales se convirtieron en amigos reales. Y hasta en amores. Ciertamente, aquello del Facebook tenía unas facetas insospechadas. No sabía yo en aquellos momentos hasta qué punto.
Pero eso lo contaré, quizá, en alguna otra ocasión. Ahora quiero acordarme del verano de 2017, cuando reparé en los posts de un joven profesor de instituto de Gerona. Nos llevábamos bastantes años pero sus circunstancias no me resultaban extrañas. Yo también era hijo de “inmigrantes”, había vivido una parte de la infancia en lo que ahora llamamos “pisos patera” y mis padres –en su caso, sus abuelos– tampoco habían sido escolarizados (en mi caso eran directamente analfabetos). Con diferencias importantes: yo vivo en Barcelona y trabajo en la universidad y el joven profesor vivía en Gerona e impartía sus clases en un instituto de enseñanza media. En pleno territorio comanche. Escribía con oficio y afán de verdad. Esto último se dejaba ver especialmente cuando exponía sus fragilidades y hasta sus cobardías, o lo que él juzgaba como tales. Con honestidad, sin retórica, daba mil vueltas a sus indecisiones. Pero incluso cuando comparecía la sombra del autoengaño, daba un salto atrás y recuperaba perspectiva y temperatura moral. Algo nada sencillo en sus circunstancias. Desde los experimentos de conformidad de Aschconocemos que, aunque una pared sea verde, si nuestro entorno sostiene que es blanca, acabaremos por verla blanca. Nadie levanta la voz si lo van a señalar. Y, si se sabe observado, será el primero en señalar a quienes levanten la voz.
Con esos mimbres se constituye la trama del libro que el lector tiene entre sus manos. La experiencia, descrita con pulso de narrador, y la reflexión sobre la experiencia. Contar lo que pasa y tratar de entenderlo. Si los filósofos me permiten la licencia, el libro, en su remate, tiene algo de hegeliano: el despliegue de la autoconciencia del Espíritu. No pretende, obviamente, desarrollar ninguna teoría sociológica, si es que hay algo que se pueda llamar en serio “teoría sociológica”. Se limita a acudir a algunas conjeturas empíricas, en su mayoría solventes, que le ayudan a ordenar unas vivencias que no son solo suyas: el desdén y hasta el racismo y, también, la dificultad para levantar la voz ante el desdén y el racismo. Lo de Facebook, pero a solas y en letra impresa. Las vicisitudes que nos cuenta las han vivido muchos: pequeñas vejaciones, condescendencias, reproches por parecerse a los suyos y elogios por esforzarse en dejar de ser como ellos. La apestosa lluvia fina que sostiene a todos los totalitarismos y que, en Cataluña, ha conseguido algo inaudito: que una minoría privilegiada se presente como víctima de los excluidos, a quienes desprecia y humilla.
Porque esa es la sorprendente realidad: los que mandan se describen como explotados. Y muchos se lo creen. También los humillados y despreciados. Inaudito, pero explicable. Lo ha contado uno más de una vez: entre las muchas continuidades entre el nacionalismo catalán y el franquismo, la más sórdida de todas es la rentabilización de la derrota que la dictadura infligió a las clases populares. Hay otras continuidades, si quieren, más cínicas. Por ejemplo, la de cargos y personas que documentó magníficamente Roger Molinas en una entrada (“Els Alcaldes Franquistes de Convergència”) de su blog Reflexions d’un arqueòlog glamurós: de los 219 alcaldes franquistas que se presentaron en las primeras elecciones, el 43% acabó en ciu (y, si quieren completar el cuadro, en la “franquista” ap solo recaló el 4,5%). Nada sorprendente, si se piensan bien las cosas y las clases. Pero esa continuidad no es más que el epifenómeno de otra, la que quería recordar: Franco arrebató los derechos de ciudadanía a los más pobres y el nacionalismo se aprovechó a conciencia de ese expolio. Los trabajadores, los abuelos de Iván Teruel, mis padres, llegaban a Cataluña como llegan los sin papeles. En el mayor de los desamparos. Se sentían responsables de una deuda que nadie precisaba y pedían perdón por existir. Si tenían un problema no acudían a la policía o a los jueces, sino a los suyos. No confiaban en el Estado sino en su familia o en los de su pueblo. Incluso para reclamar lo justamente suyo. Sencillamente, nadie les dijo nunca que eran ciudadanos. Los otros les precisaron la idea: no eran catalanes. Eran charnegos, personal de servicio. Si acaso, “los otros catalanes”. Reparen en cómo se extendió el sintagma “emigrantes” para designarlos. Por supuesto, no lo eran, estaban en su propio país. Pero el estigma se acuñó y fue aceptado por todos. No había “emigrantes” en Madrid, pero sí en Barcelona. Nada nuevo: durante la Segunda República ERC había alentado políticas de “repatriación” forzosa de los trabajadores murcianos (“repatriar forasteros y aislar a los vagos”), vistos como “una ofensiva contra Cataluña” (C. Ealham, Class, culture and conflict in Barcelona, 1898-1937, Londres: Routledge, 2005).
“Emigrantes” era otro más de los productos de la factoría léxica del nacionalismo. Como “normalización”, “lengua propia” o “Estado español”. Ni una puntada sin su hilo. Ninguna palabra era inocente. Se había acabado el trato natural con las palabras y las cosas, el democrático poder del pueblo con el mundo, pues, como nos recordara el autor del Quijote, sobre la lengua “tiene poder el vulgo y el uso”. Una meditada ingeniería cuyo objetivo prioritario era quebrar la fraternidad entre los españoles. Las semillas estaban sembradas. Jordi Pujol sistematizó la doctrina que inspiraba la mampostería palabrera: “El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido […], es generalmente un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido un poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. Introduciría en ella su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir su falta de mentalidad.” En 2004 desarrollaría la idea: “tenemos que cuidarnos [del mestizaje], porque hay gente que lo quiere, y ello sería el final de Cataluña. La cuestión del mestizaje […] para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; si se le tira un poco más, también la disuelve. Cataluña es como un árbol al que se le injertan constantemente gentes e ideas desde hace siglos; y eso sale bien siempre que no sea de una manera absolutamente abusiva y que el tronco sea sólido.” Otros le ayudarían a perfilar el cuerpo doctrinal racista. Echen un rato en Google y los encontrarán: Heribert Barrera, Oriol Junqueras, Núria de Gispert, Quim Torra. Todos con mando en plaza. No locos tuiteros.
El nacionalismo se mostró encantado cuando confirmó que los recién llegados se sentían de fuera. Eran muchos, muchos más, y mucho más pobres. Un peligro en democracia. Mejor que pasaran, que no se sintieran implicados en la política catalana, no fuera que de pronto advirtiesen la importura. Y así funcionó la maquinaria institucional durante décadas. Lentamente se fue construyendo la nación desde las instituciones, a espaldas de la mayoría de los catalanes realmente existentes. Un día nos dijeron que la identidad nacional de Cataluña nada tenía que ver con la identidad de los catalanes y otro, que la lengua propia de Cataluña no era la lengua de los catalanes.
A quienes podían levantar la voz, como los enseñantes, se les señaló la puerta de salida. Y muchos se marcharon. A los otros, resignación. Día tras día iban viendo cómo su lengua desaparecía de la educación, de la comunicación de las administraciones, de la rotulación de la sanidad pública y de todo el comercio privado cara al público, pero bueno, ellos…, ellos eran de fuera. El proceso de exclusión y depuración identitaria se desarrolló sin tregua con la complaciente mirada de los grandes partidos españoles, cuando no con su complicidad: la política catalana era la política de los catalanes fetén, de los nacionalistas. Solo en los últimos años, cuando la crisis económica golpeó a los de abajo, los nacionalistas contemplaron la posibilidad de explotar el río revuelto y ampliar su mercado entre aquellos a quienes había despreciado: Madrid también les robaba a ellos. Y de pronto, con la espontaneidad con la que sucede todo en Cataluña, esto es, con el dinero de unos y el arribismo de los nuevos Uncle Tom, brotaron mil organizaciones de charnegos bien dispuestos: Súmate, Els Altres Andalusos, Nous Catalans: Gabriel Rufián.
No hay sombra de literatura en lo que acabo de contar. Cada afirmación está avalada por solventes estudios. Lo ha documentado uno mil veces. Pero qué quieren que les diga, al final, uno se cansa. Cuántas veces se ha mostrado con argumentos y datos el despropósito moral y clasista de la inmersión lingüística, las mentiras sobre las balanzas fiscales, el funcionamiento de los Estados federales, las sentencias del tribunal de La Haya o las constituciones del mundo que incluían el derecho de autodeterminación. Pero las mentiras y los despropósitos se repitieron una y otra vez. Ahí sigue, incólume, la más grande de todas, la que ha sellado el guion de nuestra política nacional de los últimos años: el procés como reacción a la sentencia del Constitucional, como justa respuesta al desprecio español a la disposición catalana para el diálogo. A nadie parece importarle que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut se dictase en el verano de 2010 y que en la Diada de septiembre de ese año se manifestaran poco más de 14.000 personas y al año siguiente, menos aún, unas 10.000.
Pero, como decía, da lo mismo. Como si llueve. No hay más ciego que quien no quiere ver. No solo se trata, que también, de aquello que decía Upton Sinclair de que “resulta difícil conseguir que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda”. Eso, sin duda, se da en la bien engrasada nueva clerecía de periodistas y académicos cobijados en el pesebre nacionalista. Pero hay bastante más. Hay sobre todo una ontología que tamiza las percepciones y que asoma, recurrentemente, bajo las buenas intenciones, en los elogios y hasta en las disculpas. Iván Teruel nos recuerda muchas situaciones en las que hace acto de presencia. Por ejemplo, cuando recrea el momento en que los amigos del compañero de piso de su tío, después de entregarse a consideraciones apenas veladas de racismo a cuenta de los charnegos, descubren que su tío, allí presente, era extremeño. Así nos lo cuenta: “alguno de ellos, para romper el hielo de aquella situación embarazosa, se atrevió a pronunciar lo que él creyó que era una disculpa pero que en realidad apuntalaba, a través del eufemismo, todo el andamiaje mental que sustentaba la sarta anterior de menosprecios: ‘¡Ostras! —le dijeron—, pues nadie lo diría, no, no, nadie lo diría, porque hablas muy bien el catalán, muy, muy bien, y, además, no suele haber castellanohablantes de origen que hablen habitualmente el catalán, y menos con ese acento tan bueno’”.
En aquel instante su tío tuvo una iluminación parecida a la del protagonista de El reino de este mundo, el maravilloso relato de Alejo Carpentier, cuando “comprendió pronto que aunque insistiera durante años jamás tendría el menor acceso a las funciones y ritos del clan. Se le había dado a entender claramente que no le bastaba ser ganso para creerse que todos los gansos fueran iguales”. Lo que su tío consiguió con esfuerzo y hasta desgarro emocional, porque él había aspirado a formar parte de la comunidad de los gansos y tenía a algunos gansos por amigos, no lo consiguen nunca muchos personajes que aparecen en las páginas de este libro. Y otros, afortunados, ni siquiera tienen que desandar camino, como sucede con la maravillosa profesora salmantina que llega al instituto sin haber perdido la mirada limpia de quien está acostumbrado a pensar en libertad. Así nos lo describe el autor, sin ocultar su propia fragilidad: “Hubo algo que siempre me llamó la atención de esta última compañera: la desinhibición con la que de vez en cuando hablaba de cuestiones políticas para criticar sin ambages a la clase dirigente catalana. La recuerdo decir varias veces, en la sala de profesores, cuando alguien se quejaba de alguna decisión política que nos afectara, algo así como: ‘claro, es que los catalanes no sabéis votar y siempre ponéis en el gobierno a los mismos inútiles’. Debo confesar que en aquellos momentos padecía por ella, que me daban ganas de decirle que no hablara con tanto desparpajo de según qué cuestiones, que no sabía dónde se estaba metiendo, que la iban a crucificar porque en Cataluña había algunos temas inabordables por su exceso de carga emotiva”. La profesora no era especialmente valiente. Solo que ella todavía no había respirado durante suficiente tiempo la tóxica atmósfera intimidatoria que rompe el vínculo entre el pensar y el decir o, más precisamente, entre el atreverse a pensar y el atreverse a contar. Un delicado vínculo que cuando se desmonta aleja para siempre la democracia de la libertad y la justicia.
De manera mucho más tortuosa, el autor alcanzará la misma libertad que aquella mujer. Más tortuosa y, también, más elaborada intelectualmente. No podía ser de otro modo: solo con una madurada –y hasta dolorosa– reflexión puede, quien habita en mitad del delirio, despertarse, recuperar la cordura y atreverse a decir que, diga lo que diga la tribu, la pared es verde. En ese sentido, el libro tiene trazas de Bildungsroman, de una novela de aprendizaje. Y eso, su condición de producción literaria, supone no pocos peligros cuando se trata de “conocer lo que realmente pasó”, para decirlo con las clásicas palabras de Ranke. El historiador, ciertamente, podría poner reservas a algunos pasos en donde la reconstrucción es recreación, en donde se impone un imposible narrador omnisciente y hasta trascendental. Teruel no ignora el peligro de las generalizaciones precipitadas: “siguen siendo solo las anécdotas de dos familias, sometidas al doble filtro de la memoria y de la pátina literaria que les he dado”. Y expone sus razones: “¿cómo se pasa de anécdota a categoría cuando uno no tiene ni el altavoz de los medios ni el aval de la academia, cuando uno solo tiene la memoria de hechos puntuales que invariablemente quedan sepultados en la aparente irrelevancia de lo cotidiano y lo personal? No hay demasiada esperanza al respecto, más allá de que todo este cúmulo de anécdotas y situaciones funcione como caja de resonancia, como espejo que devuelva la imagen de situaciones análogas a aquellos que se sientan reconocidos en ellas. Ir construyendo, insisto, pedazo a pedazo, anécdota tras anécdota, el relato de los que no lo han tenido nunca”.
Pero hay algo más que literatura en esas reconstrucciones: un afán de verdad guiado por un instinto cuya calificación más precisa es “de clase”. La perspectiva, epistémicamente privilegiada, de quien es testigo de una fiesta que no es la suya. Sobran las pruebas de que, bien administrada, esa mirada no entorpece el juicio. Al contrario: solo quien no está enfermo puede reconocer las patologías normalizadas. Si alguien lo duda, les invito a volver sobre Últimas tardes con Teresa, la extraordinaria novela de Juan Marsé. Allí encontrará la anticipación más lúcida de lo que acabaría por suceder en Cataluña: “alguien dijo que todo aquello no había sido más que un juego de niños con persecuciones, espías y pistolas de madera, una de las cuales disparó de pronto una bala de verdad; otros se expresarían en términos más altisonantes y hablarían de intento meritorio y digno de respeto; otros, en fin, dirían que los verdaderamente importantes no eran aquellos que más habían brillado, sino otros que estaban en la sombra y muy por encima de todos y que había que respetar […] ¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años? Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda.”
Esas líneas se escribieron en 1965. Hasta donde conozco ningún trabajo de teoría social de por entonces afinó tanto al describir cómo se forjaron políticamente las clases patricias del nacionalismo. Ni de entonces ni más tarde. Quizá porque, después de todo, quienes quedaron retratados en las páginas de Últimas tardes con Teresa, andando el tiempo, se encargarán de escribir la historia oficial de toda esa época, una historia en la que el Pijoaparte, el murciano de “rostro melancólico y adusto, de mirada grave, de piel cetrina”, acabaría por oficiar como el malo de la película, el aliado objetivo de la dictadura. El murciano culpable por murciano. Porque ya conocen cuál es la mentira basal de la memoria histórica nacionalista y, a estas alturas, española: España es Franco y Cataluña, la democracia.
El mismo instinto de Marsé se puede reconocer en muchos pasos del libro de Teruel. Seguramente por eso, la finura de algunos de sus juicios. Desde luego, atina al diagnosticar la trama última de la historia, precisamente cuando justifica su proceder: “no resulta tan sencillo determinar si todas esas situaciones que he recreado literariamente, en algunas de las cuales parece evidente que asomaba, sobre todo, un desprecio de clase, pero, también, un rechazo de base etnolingüística, eran la manifestación de algo más profundo y generalizado. Está, como ya he dicho, el filtro de la memoria. Y, también, el tamiz del análisis retrospectivo, la interpretación de todo aquello a la luz de lo que ocurrió en las siguientes décadas y de lo que ha ocurrido, en especial, en los últimos años”. Un diagnóstico empíricamente impecable: la naturaleza clasista –y étnico-lingüística– del proyecto nacionalista. Sí, por debajo de la faramalla del pueblo oprimido, la vieja lucha de clases. También esto está bien documentado (Oller, Josep M; Satorra, Albert y Tobeña, Adolf: “Privileged rebels: A longitudinal analysis of distinctive economic traits of Catalonian secessionism”, Genealogy, 2020). En todo caso, si el texto académico les resulta árido y quieren conocer la tramoya de la mayor iniquidad de nuestra historia reciente, el cómo de la historia, atiendan a lo que Iván Teruel nos cuenta. La experiencia de tres generaciones, de apenas veinte personas, que es la de muchos más que nunca han podido escribir su propia memoria histórica. Porque también esta vez la historia la han escrito los vencedores. De la manera más indecente: presentándose como vencidos. ~
Este texto es el prólogo del ensayo de Iván Teruel
¿Somos el fracaso de Cataluña?
(Libros del lince), que llegará a las librerías este mes.
Félix Ovejero