Ayer fue un día que, incomprensiblemente, por cierto, no se encuentra entre los días del calendario no laborable. Una festividad no festiva en la que se vive la verdadera celebración de hermandad entre catalanes.

Paseando por las calles de Barcelona y, posteriormente, por mi localidad de residencia, se vive en primera persona lo que es un día que tiene el reconocimiento general como la fiesta de todos, aunque los políticos no la tengan reconocida como tal y el trabajo nos espere al comienzo de jornada como un día cualquiera.

Al margen de los follones en el tráfico, puesto que la invasión de casetas en las zonas más comerciales interfiere en la circulación viaria originando cierto caos al fomentar los espacios peatonalizados, más la presencia de innumerables puestos de rosas en prácticamente todo espacio público susceptible de paso de viandantes, ese día no deja de ser otro más. Pero el sentimiento generalizado y las evidencias en cualquier oficina denotan que estamos en una fecha especial, testigos del pulular de rosas entre compañeros y las felicitaciones evidentes entre el equipo, dado el gran número de Jordis o Jorges que seguro tienes a tu alrededor.

Mi pueblo, con la bandera de nuestra comunidad y la aragonesa en los mástiles de honor de la plaza del Ayuntamiento, honran a San Jorge, patrón de Aragón y, por consiguiente, con el reconocimiento merecido desde lo que fue el Condado de Barcelona. En la plaza, repleta de gente y con presencia de carpas de colectivos y asociaciones de todo signo, más los vendedores de los dos símbolos del día, el libro y la rosa, junto a la participación sin falta de todas las formaciones políticas del arco municipal, acaban por poner ese granito de arena que logra la visualización de un encuentro global, sin que sobre o falte nadie y sin que nadie se apropie de una fecha que todos asumen de forma clara que es integradora.

Quedó demostrado que un día como el de la celebración del Día Internacional del Libro, el día de Cervantes y de la Lengua, con la especial significación que lleva implícita la rosa, es la mejor muestra de lo que debe ser un día de fiesta y de hermandad, desde la neutralidad y la bienvenida sin paranoias ni señalamientos.

Lo vivido ayer supone un salto cualitativo que se desmarca por completo del día que, todavía, sigue reconocido como el día oficial de nuestra comunidad. Una fecha en la que el protagonismo se asocia al rencor y en la que se acepta que se adueñen de la misma, en absoluta exclusiva, la parte de catalanes que pervive en esa miseria que les ancla en su nube de mentiras y odio.

Con sentido común, viviendo en primera persona lo que es la celebración de una fiesta con la cultura y el cariño como sellos de identidad, los políticos deberían darle una profunda y valiente reflexión al respecto ajustando el calendario y las celebraciones del modo que se merece una Cataluña de todos y para todos.

Borja Dacalan