Uno de los elementos que diferencia a las sociedades libres surgidas de las revoluciones liberales de las del Antiguo Régimen es que en las primeras los ciudadanos se dotan a sí mismos de sus leyes tributarias y penales. El hombre libre, a través de los órganos de representación ciudadana que constituyen el cuerpo de la nación, elabora las leyes por medio de las cuales se autolimita su libertad.

El vasallo, el hombre del Antiguo Régimen, se somete (o es sometido, según se mire) a la voluntad de un soberano que, de manera absoluta, decide los destinos de sus gobernados. El rey absoluto dicta la ley penal para que ciudadano se someta a ella. Y es en esa lógica donde nace la figura del indulto: el rey que promulga la ley penal tiene la potestad de hacer que ésta no se aplique a quien su real gana señala, gracia del todo lógica en un sistema donde la ley no es más que el envoltorio más o menos elaborado de la voluntad regia.

Y, ciertamente, cumplía su función: el rey podía enmendar lo injusto de sus leyes mediante la medida de gracia, haciendo al siervo inmune a ciertas normas cuya aplicación arrojaba resultados injustos.

Pero el indulto, como concepto y como figura jurídica, en pleno siglo XXI y con la monarquía absoluta enterrada en los manuales de historia, resulta un gravísimo atentado contra la propia ley y contra el pueblo soberano. En un estado democrático y de derecho como el español la ley penal es producto de la actividad legislativa de las Cortes, y emana directamente del pueblo; es el pueblo soberano quien decide qué actos u omisiones son merecedores de un reproche penal, cuál es este reproche y quién y cómo debe aplicar esas leyes.

Una vez el poder judicial ha aplicado las leyes emanadas del poder legislativo y se ha producido una condena a un sujeto mediante un proceso con todas las garantías constitucionales, la cuestión ha acabado, y el reo debe cumplir la pena que le haya sido impuesta mediante la aplicación de las normas penitenciarias correspondientes. Se trata de la mera aplicación de la soberanía nacional.

Ahora bien, si permitimos que aparezca un tercer actor que se arrogue la potestad de hacer inaplicables las leyes penales, concediendo medidas de gracia discrecionales para seguir sentando sus posaderas en la trona correspondiente, estaremos permitiendo dos hechos muy peligrosos: por un lado, legitimando que alguien, por muy presidente del Gobierno que sea, se considere por encima de la soberanía nacional y se permita la potestad de replicar y deshacer lo que ésta con claridad ha legislado con respecto al amiguito de turno, y por otro volveremos a tener privilegiados que pueden escaparse del peso de la justicia por el mero hecho de ser amiguito de quien toca o de hacerle el correspondiente favor.

Por tanto, la existencia de los indultos es un síntoma de degradación de nuestro sistema que debería preocuparnos mucho más de lo que hace.

Ángel Escolano
Presidente de Conviviencia Cívica Catalana
Vicepresidente de Cataluña Suma por España