Todo el mundo se siente identificado y muy próximo con el lugar donde ha nacido o vivido, generando la distancia esa morriña propia del que siente algo como suyo y, por la razón que sea, no puede disfrutar.

Esas calles por las que has jugado con los amigos del barrio. Aquellos juegos tradicionales como el escondite, el chiva pie tute y guá, o el churro media manga mangotero y sus efectos derivados que quizás hayamos pagado con el tiempo los que asumimos el mayor coste en kilos por nuestra corpulencia. Ejemplos de sociabilidad que nos remontan, cuarenta y pico años atrás, a un formato de vida y desarrollo personal en donde la vida en la calle, tras el cole, se suponía lo normal. Con la tele en blanco y negro y sólo dos canales, a años luz de las maquinitas de videojuego, el divertimento en la calle era la norma, así como esas inolvidables meriendas compartidas y rotativas en las casas de los vecinos.

Fue un tiempo en el que el mismo calzado deportivo te servía para el ejercicio de todo tipo de deporte, sin necesidad de uno concreto para cada especialidad, o cuando el descampado junto a los escombros servía de estadio para el partidillo de fútbol, usando piedras como postes y poniendo imaginación con el larguero, con esas broncas, sin VAR, debatiendo el último gol.

Inolvidable el banco en la plaza donde se compartían con los colegas esas charlas trascendentales de la infancia, comparando el lote de cromos en tu poder y si tenías o no al Butragueño de turno. O los comercios del barrio por los que se cumplía con el peregrinaje de costumbre, esa tarde de la semana en que tus padres te usaban de porteador.

Momentos que todos tenemos en nuestra mente y que nos han servido para madurar como persona, independientemente de si vivías en la parte alta y pudiente de Barcelona o, como es mi caso, en el humilde y trabajador distrito de San Martín, en un barrio que siempre será el mío y que siento con cariño y orgullo.

Pero, si algo tengo claro, al margen de las rentas per cápita, los contras de vivir en las afueras o el modesto origen de las gentes venidas de tantos puntos de nuestra querida España, esa convivencia y hermanamiento con calles, plazas, comercios, colegios y edificios me ayudó a madurar y crecer como individuo. Tengo un grato recuerdo de todos aquellos que pasaron por mi vida y con los que conviví durante la niñez y la juventud, la mayoría ya sólo presentes en la nostalgia. Todos ellos, grandes sacrificados y esforzados por tirar su casa adelante y hacer de Barcelona la gran ciudad que fue antes de la paranoia separatista, puedo asegurar que no tenían, ni tienen, un pelo de tonto.

Por eso me reboto cuando veo a un tipo que se pasea por su humilde barrio vallecano haciendo el ridículo y aparentando lo que ya no es, con toda su chulería de nuevo rico, orgulloso en su fuero interno por su acceso fulgurante a “la casta”, ocultando a conveniencia el refuerzo de su ego y sin sentir la mínima vergüenza por su insolente hipocresía. Quizás piense que los que le ven no saben que tiene un palacete, servicio doméstico, ingresos multiplicados por no sé cuántos sueldos mínimos y ha demostrado que sólo valora el interés personal, mientras controla en la sombra los hilos del poder. Un claro ejemplo de que, en esta estresante sociedad, se puede progresar y acceder a cotas impensables siendo un referente incumpliendo los propios consejos y las exigencias al prójimo.

A ese tipo de gente contaminada de odio, defensora de las bananeras estructuras de Estado en las que la riqueza se asigna en favor de su minoría política, que se cree con el privilegio de aprovecharse y engañar a la buena gente sin pudor ni remordimientos, le recuerdo que los vecinos de un barrio humilde y obrero no tienen por qué ser imbéciles y, por más que se camufle, se le ha visto el plumero y espero que no le vote ni el asesor más afín que tenga en nómina o, a lo Echenique, pague en negro.

Javier Megino
Vicepresidente de Catalunya Suma