“La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado”, así indica la Constitución. Un artículo que asegura la existencia de una ciudadanía que puede y debe señalar su destino sin interferencias ideológicas, pues los partidos políticos son sólo representantes, adelantados de quienes les han votado. De ahí se deduce que en asuntos de gran envergadura se le debe consultar con anterioridad, con toda claridad y sobre todo cuando se pretende derrocar el sistema parlamentario liberal y con él la existencia de España.
Esta situación extrema es el resultado de un letargo social, causado por distintas vías, la de quienes desde un principio tenían en su programa esa meta y la de los que consideran todo valido, sea lo que sea, para conseguir sus propósitos aunque espurios. Se implantó en las mentes que el traspaso de competencias de gobernabilidad a las comunidades autónomas era muestra de libertad y requisito imprescindible para el funcionamiento de la democracia, pero se hizo forzada la situación por lo que se denomina nacionalidades históricas, agraviando a las que quedaban fuera de esta “élite”. A partir de ahí se inició una carrera para alcanzar mayores réditos, unas y otras, gobernadas por políticos, verdaderos caciques y faltos de sabiduría institucional.
En ese empeño se ha dado un tiro de gracia a todo lo construido en la etapa de la transición, convivencia, igualdad de derechos individuales, división de poderes……y desarrollo cultural. Lo que unía a los ciudadanos se ha ido diluyendo por la indigna resolución de los hostiles a la verdad, a la legalidad, para ellos ser YO no es ser NOSOTROS. De ahí la desaparición de la conciencia de pertenecer a un país, de sentir cualquier percance que ocurra a lo largo del territorio, de saber unirnos en unas efemérides importantes, de rendir respeto a nuestra bandera y de compartir un idioma común.
Y ahora estamos en la parcelación, el crear estancos, el no aceptar lo que nos une a todos los españoles desde hace siglos con el argumento de desempolvar ficticias entidades nacionales, y lo más sarcástico el montar comunidades entorno a lenguas, algunas de ellas no han pasado de ser dialectos, variedades lingüísticas. Con ese argumentario, en contra de la legalidad vigente, se pide la Amnistía y la Autodeterminación, una involución democrática dirigida por una oligarquía en el poder. Un camino para dejar constancia de que las ilegalidades dejan de serlo según quién las haga.
Se necesita una reforma institucional rápida para que estos hechos muy graves en una democracia no se repitan. No se puede saltar la ley a conveniencia del que ostenta el poder y más aún si está en funciones. Por eso se requiere que la política no lo inunde todo, tiene su espacio y fuera de él no puede controlar y para ello los medios informativos han de ser independientes, honestos en mostrar al ciudadano los hechos y opiniones que se van sucediendo, para que cada uno pueda valorar los datos aportados y tomar unas decisiones reflexionadas y libres de interferencias.
La debilidad manifiesta en estos cruciales momentos es el resultado de un abandono por parte de la sociedad del seguimiento imprescindible, de saber que lo que ocurra en cualquier parte del país compete a todos, redunde en beneficio o en contra. Este pasotismo ha de desaparecer si no queremos que el desinterés arrase nuestra intimidad.
Es delirante que quienes se tutean con los aniquiladores del Estado de Derecho, agredan de palabra a quien ante una involución clama “¡basta ya!”, a quien anima a una movilización nacional, tachándolo de golpista. Todos estamos implicados en revertir el lamentable derrumbe de las libertades y debemos reaccionar pues si se tarda unos años más no habrá quien lo haga, los jóvenes están faltos de conocimientos, el sistema educativo les está privando de la conciencia histórica, de los hechos precedentes, los reales, al censurarlos o permitir relatar sucesos manipulados, imprimidos en muchos libros de texto.
Ana María Torrijos