Ayer, en un nuevo alarde de ninguneo al rival político y ensalzamiento de la suprema presencia que encabeza la candidatura alternativa, fuimos testigos de un comportamiento novedoso y sin equivalente en la vida parlamentaria española.

El candidato del sanchismo, risueño y con la gracia malévola que le caracteriza, se mantuvo al margen y a la espera de su turno, consciente de que el candidato popular no dispone de los suficientes apoyos para ganar en su investidura. Como alternativa a su participación en la réplica al candidato Feijóo, algo que consideraba innecesario al saberse un ser superior, cedió en favor de un diputado raso, el que fuese alcalde de Valladolid. La intención era evidente, dejar el discurso en manos de un tercer espada y evitar que fuese, incluso, el portavoz del partido. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio.

Hay una notable diferencia entre lo que se defendió ayer en el discurso de investidura, sobre una base firme de los valores constitucionales, y lo que tendremos que escuchar cuando le pase el turno al perdedor de las elecciones generales. En este caso hablará un candidato sometido a los deseos y caprichos de sus amos parlamentarios (herederos del terrorismo, golpistas indultados y en breve amnistiados, comunistas de alta costura y nacionalistas de diferente pelaje), al que le importa un bledo lo pactado y lo concedido, siempre que siga siendo el presidente. Un cargo cómplice y sumiso, connivente con todo ese conjunto de minorías cuyo denominador común es la búsqueda de cesiones que agudicen la erosión de la nación española.

Llegados a este punto, con la certidumbre de que la conciencia de los socialistas de bien no será capaz de jugarse el sueldo y el sillón imponiendo cordura y razón en su voto, todo queda en manos de la segunda opción, esa que renovará el poder en favor del ególatra narcisista y todos sus palmeros, con el colectivo anti-España dando palmas con las orejas.

Ante tal circunstancia sólo podemos apelar a una posibilidad, remota pero plausible, de que el rey no pase por el aro. Su Majestad, que tantos elogios recibió –de los buenos españoles- tras su discurso del 3 de octubre de 2017, se puede ver en una gran encrucijada tras haber puesto firme al golpismo separatista catalán en ese año de angustioso recuerdo.

Dar vía libre a la investidura de Sánchez lleva implícito que tenga que comerse sus palabras, negando todo lo que pasó y dejando lo que fue un discurso para enmarcar en una “real” metida de rabo entre las piernas. Dicho de otro modo, le va a tocar asumir que ha sido derrotado. Él y todos los que llevamos años combatiendo a los que no respetan nuestra Constitución y la unidad de la nación española. El palo que vamos a recibir muchos, si no se ponen cartas en el asunto, va a ser de un calibre importante.

Todo esto, a mi modo de ver, es un plan maquinado por el mismo ingeniero electoral que calculó, de forma ejemplar, la citación a urnas en verano como el momento preciso para reeditar una victoria que huele mal, sin con ello pretender entrar en sospechas que pudieran estar vinculadas con los amigotes colocados en Correos o Indra. La ingeniería política que tan bien sabe aprovechar el sanchismo (evito a conciencia el término “socialismo” al quedar claro que entre este colectivo hay mucha gente presentable y con principios), parece que da pasos en una línea preocupante que expondré a continuación.

Creo que todos somos conscientes de la humillación que va a suponer, para el actual Jefe del Estado, asumir la posible reedición del Gobierno de España con la mano del separatismo, del nacionalismo, del terrorismo, del golpismo y de la extrema izquierda, como valedores de la convivencia y la defensa de nuestra actual Carta Magna. Los costes inherentes, con la amnistía y el referéndum de autodeterminación como grandes reseñas, pero con otras muchas cesiones y concesiones también en liza, los conocemos todos y, sin duda, no pasa desapercibido para el que vive, por el momento, en el Palacio de la Zarzuela.

Aceptar a Sánchez y sus ínfulas como presidente va a ser algo difícil de digerir, sabiendo todo lo que viene detrás. Entre las diferentes variables que habrá que contabilizar como coste no conviene que el monarca olvidé que estará en juego la propia continuidad de la monarquía. Gobernados y condicionados por tanto miserable no descartemos que el debate de la república surja más pronto que tarde. En este sentido, tomar decisiones que imposibiliten el avance del frente sanchista dará alas a los que cuestionan la figura de Felipe VI, pero hay que darle la vuelta al enfoque y asumir que el rey tiene una oportunidad de oro para dar una imagen solvente y patriótica ante la opinión pública. Y, con ello, cumplir con el único objetivo claro que heredó, que fue mantener a la nación española unida y comprometida con su futuro constitucional.

Para ello, con argumentos más que sobrados y convincentes, el rey podría negar una investidura que, de manera directa, le va a suponer desdecirse de su discurso y aceptar que cometió un error con su pronunciamiento. El no a un Gobierno sostenido por todos esos compañeros de viaje que pretenden el fin de España es una razón suficiente para cerrar la puerta a tal posibilidad y, con ello, volvernos a convocar a urnas si es preciso. No veo mejor refuerzo a la figura del rey. Someterse sería, por el contrario, una humillación que costaría mucho asimilar por parte de los que estamos en su mismo bando.

Desconozco la opinión de nuestros compatriotas, pero creo que somos muchos –me atrevo a decir que quizás la mayoría- los que nos sentiríamos agradecidos, reconfortados, contentos y protegidos por la actitud del representante de una institución que, siendo firme, lograría fidelizar a muchos españoles. Le conviene al rey pensar en los que defendemos la monarquía y queremos sentir su utilidad en un momento clave como el que vivimos. No debe pensar en los irrecuperables que la detestan o que van a por ella como objetivo, ya sea de cara o usando la ingeniería política, sino en los que sentimos un profundo e inquebrantable orgullo por nuestra nación, además de un respeto absoluto a la figura de nuestro actual Jefe de Estado y sus tareas como defensor de la Constitución y de España.

Javier Megino