La mentira se ha implantado como algo natural en el ambiente político, un instrumento para derrotar al contrario y manipular al ciudadano. Esta presencia tan dañina hace tambalear la democracia parlamentaria al enmascarar la realidad y adulterar lo que opina el que no coincide en los postulados, homogeneizar a la sociedad para conseguir arrastrarla y llevarla colgada al hombro como zurrón. Impensable unos años atrás que se hubiera generalizado tanto y menos de la manera tan abierta y escandalosa. Prima más los eslóganes ilusorios que la seriedad requerida en la comunicación con los ciudadanos, el engaño, lo ficticio es más atractivo en ocasiones que la realidad por muy aplastante que sea.

Reconocer los errores, los fallos, la falta de previsión está fuera de la ruta prevista y en su lugar se monta un ideal relato, creíble por quienes o han anclado sus raíces en unos posicionamientos sin crítica alguna o por los que su ritmo social, laboral, familiar les impide estar al día de los acontecimientos y el desenlace es una sociedad maniatada a la que le sería difícil ejercer y defender sus derechos. El incentivo del trabajo para sufragar las necesidades, la preparación educativa básica y de calidad, la información abierta y plural, una vivienda en la que estén cubiertas las necesidades elementales, ambiente social regido por el respeto a la ley, atención médica y muchos más servicios imprescindibles, es lo que necesita una sociedad dispuesta a vivir en libertad y a partir de ahí lo que cada individuo desee aspirar con su valía, dedicación y entusiasmo.

Los retos, el esfuerzo, la disciplina, la constancia han de ser los valores que movilicen, sobre todo a la juventud para conseguir realizarse, pero eso sí, hay que saber aceptar los límites de cada uno. Esta reflexión que ha llevado a la ciudadanía a un desarrollo evidente, la clase media, sector social que sirve de puente entre los que más tienen y los que se ven menos favorecidos, es una puerta abierta al ascenso en esa escala con la ayuda de la ley, de la justicia y del entusiasmo de los que quieren usarla.

En estos últimos años la política se ha despojado de su verdadero significado original, según Aristóteles “asunto de las ciudades” y se ha adulterado, ha pasado de ser una actividad noble para garantizar el bien común a colmar intereses personales con el uso indebido de las Instituciones. Se ha creado un clima de confrontación con el fin de eliminar a la oposición y para ello toda clase de vituperios caben, sean ciertos o no, lo que prima es arrebatar el poder e intentar mantenerlo y con él muchos cargos para repartir y dinero que ingresar. Términos como honradez, progresismo, solidaridad se patrimonializan a la baja de su verdadero significado con la intención de conseguir ventaja en la contienda política. La gestión de los servicios sociales básicos y de todo lo que favorezca al conjunto de la sociedad, queda en segundo término, lo que ocupa espacio en las páginas de los periódicos es quién es mejor estratega para conseguir ser investido presidente del gobierno.

Pocas son las voces que intentan informar con la ética que obliga al periodista, transmitir con objetividad los hechos y las opiniones que surgen en el ritmo diario. Sin esa calidad de comunicación es imposible ofrecer valores para que la sociedad pueda por si misma considerar el mundo exterior y decantarse según sus criterios personales. El bulo está firmemente arraigado en la oratoria de los representantes públicos de tal manera que es difícil distinguir al que se aleja de esos hábitos malsanos del que los utiliza con avidez, sólo la realidad, al topar de bruces con ella, permite descubrir al farsante, al engaña bobos.

Para ser el ganador de unas elecciones no basta el haber conseguido un mayor número de votos, ahora prima el asistir a la subasta para pujar sin el menor rubor y conseguir los apoyos venidos de otros partidos, partidos con pocos sufragios y algunos con un programa claramente anticonstitucional.

El primer reflejo de esta grave situación es la composición de la mesa del Congreso de los diputados, presidida por la señora Armengol, indigna de ostentar ese puesto, sobre ella recae un bagaje nada ajustado a lo que requiere el cargo, pero no puede sorprender cuando no ha sido recatada en sus manifestaciones contrarias al redactado de la Carta Magna, desde la indisoluble unidad de la Nación española hasta la defensa de la dignidad de la persona pasando por el respeto hacia la forma política del Estado, la Monarquía parlamentaria.

Ana María Torrijos